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Guía del autoestopista galáctico
Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por triplicado, acusaran recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones, las perdieran, las encontraran, las sometieran a investigación pública, las perdieran de nuevo y finalmente las enterraran bajo una turba para luego aprovecharlas como papel para encender la chimenea.

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Creo que, en el fondo, el verdadero problema es, para ser francamente honesto contigo, que nunca has tenido muy claro cuál exactamente debería ser la pregunta.

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Los Shaltanac tenían una frase similar, pero dado que su planeta es algo excéntrico botánicamente hablando, lo mejor que pudieron inventar fue: "el arbusto jobeberry del otro Shaltanac es siempre un rosa rojizo de un tono más violeta." La expresión pronto cayó en desuso, y los Shaltanacs no podían más que ser felices, para sorpresa de todos los demás en la Galaxia, que no se habían dado cuenta de que la mejor manera de no ser infelices es no tener una frase para ello.

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Por supuesto, es perfectamente natural suponer que todos los demás lo están pasando mucho mejor que tú. Los seres humanos, por ejemplo, tienen una frase que describe este fenómeno: "la hierba del otro siempre es más verde".

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Es muy posible que su observación hubiese recibido mayor atención si hubiera existido la conciencia general de que los seres humanos solo eran la tercera forma de vida más inteligente del planeta Tierra, en vez de (como solían considerarla los observadores más independientes) la segunda.

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Afirmaron que la primera versión de la oración era la más agradable desde el punto de vista estético, convocaron a un poeta calificado para declarar bajo juramento que la belleza era la verdad, la verdad la belleza y por lo tanto esperaban probar que la parte culpable en este caso fue la vida misma por no ser bella o verdadera. Los jueces estuvieron de acuerdo, y en un emotivo discurso sostuvieron que la vida misma estaba en desacato, y se la confiscaron debidamente a todos los presentes.

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Los editores de la Guía fueron demandados por las familias de los que murieron como resultado de tomar la entrada en el planeta Tralal de manera literal. Decía: "Las bestias voladoras voraces a menudo hacen una muy buena comida para los turistas visitantes" en lugar de "Las bestias voladoras voraces a menudo hacen una muy buena comida de los turistas visitantes".

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Un destello de luz formó un arco en la estructura y mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior. Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban tan familiares como la configuración de las palabras, que eran parte de los enseres de su mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado mientras las imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un sitio donde resolverse y encontrar su sentido.

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Ford miró a Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora que sentía terreno familiar bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber cargado con aquel primitivo ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como un mosquito de Ilford de la vida en Pekín.

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Su consola principal estaba instalada en un despacho de dirección de un modelo especial, montada sobre un enorme escritorio de la ultracaoba más fina con el tablero tapizado de lujoso cuero ultrarrojo. La alfombra oscura era discretamente suntuosa; había plantas exóticas y elegantes grabados de los programadores principales del ordenador y de sus familias generosamente desplegados por la habitación, y ventanas magníficas daban a un patio público bordeado de árboles.

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Al fin no pudo soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo, dio un alarido en tercer tono mayor, arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea recta, entre el mar de radiantes sonrisas súbitamente paralizadas.

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Subía agua hirviente por debajo de la burbuja: manaba a borbollones. La burbuja se agitaba en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de agua. Subió y subió, arrojando pilares de luz al farallón. El chorro siguió subiéndola y el agua caía nada más tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.

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Zaphod atravesó la pared del globo y se sentó cómodamente en el sofá. Extendió los dos brazos por el respaldo y con el tercero se sacudió el polvo de las rodillas. Sus cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los pies. En cualquier momento, pensó, podría gritar.

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Un globo transparente de unos ocho metros de altura osciló cerca de su lancha, moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante. En su interior flotaba un amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo; cuanto más se movía y se mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como una roca tapizada. Todo preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.

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La cámara robot se acercó para sacar un primer plano de la más popular de sus dos cabezas; Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un aspecto toscamente humanoide, si se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer brazo. Su pelo, rubio y desgreñado, se disparaba en todas direcciones; sus ojos azules lanzaban un destello absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre estaban sin afeitar.

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Al cabo de unos segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente a los tres mil millones de personas. Los tres mil millones de personas no estaban realmente allí, sino que contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una pequeña cámara robot 3D que se movía obsequiosamente por el aire.

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A Zaphod le encantaba causar impresión: era lo que sabía hacer mejor. Giró bruscamente el timón, la lancha viró en redondo deslizándose como una guadaña bajo la pared del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose entre las olas.

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Efectivamente, no necesitaba rozar el agua en absoluto, porque iba suspendida de un nebuloso almohadón de átomos ionizados; pero solo para causar impresión estaba provista de aletas que podían arriarse para que surcaran en el agua. Cortaban el mar lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas que oscilaban caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma en la estela de la lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.

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Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido exactamente cuánto poder ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en absoluto. Solo seis personas en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente galáctico no consistía en ejercer el poder, sino en desviar la atención de él.

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Entre todos habían alcanzado y superado los límites de las leyes físicas, reconstruyendo la estructura fundamental de la materia, forzando, doblegando y quebrantando las leyes de lo posible y de lo imposible; pero la emoción más grande de todas parecía ser el encuentro con un hombre que llevaba una banda anaranjada al cuello (eso era lo que tradicionalmente llevaba el Presidente de la Galaxia).